domingo, 20 de noviembre de 2016

ME RESISTO A ADMITIR

 


 Emilio García Gómez
Universidad de Valencia
     
    ME RESISTO A ADMITIR, como postulaba uno de los grandes
 cardenales de la lingüística, Saussure, que en la lengua tout se
 tient, que cada cosa tiene su lugar y allí está, imperturbable.
 Entonces, si todo se sostiene, no hay necesidad de que nadie vele
 por la integridad del idioma; se bastaría por sí mismo, lo que
 supone una negación de la evidencia. En cualquier modalidad de la
 lengua que se observe, hay numerosos episodios personales,
 familiares y generacionales que no han hecho más que alterar el
 régimen supuestamente monolítico del idioma, teniendo en cuenta que
 los cambios se producen en la fonología (pronunciación, acentuación
 y entonación), en la gramática, la morfología, el léxico (con
 mantenimiento, pérdida, sustitución, importación y acuñación de
 palabras), la semántica y los protocolos comunicativos. A veces es
 difícil identificar un caso concreto como perteneciente al ámbito
 de la variación dialectal o geográfica, de carácter estático,
 cuando en realidad se trata de un cambio dinámico en pleno proceso.
 Igual de problemático resulta determinar si un cambio producido en
 una variedad concreta afecta a todo el conjunto del idioma.

       Para el poco experto en estos temas, bastará mencionar que la
 forma de pronunciar la [o] átona como [u] en catalán normativo
 escrito (por ejemplo, en ombrejar) es un reflejo de una
 pronunciación menos frecuente en valenciano, producto de la
 variación no sólo geográfica sino también histórica entre dialectos
 catalanes. La pérdida del fonema [r] en posición final del catalán
 de nuestros días (como en anar, pronunciado [aná]) no corresponde a
 la misma realidad de parte del valenciano actual, que mantiene la
 roticidad (se pronuncia la r final). Cualquier autoridad académica
 y cualquier miembro de la clase social que se expresa en
 valenciano, por humilde que sea su extracción cultural, podrá
 aportar numerosas muestras de cómo un cuerpo que se pretende que
 sea macizo se puede descomponer en numerosas partes diferenciadas
 con las que se identifican unos hablantes sí y otros no.

       Tarde o temprano alguien con poder de decisión volverá a
 ponerse a trabajar sobre una nueva forma, y más moderna, de
 representar la variedad que entre nosotros se conoce como
 valenciano, aunque ello significará la ruptura definitiva de lo que
 invocan algunos como unidad de la lengua. La variación léxica y
 morfológica entre las variantes catalanas y las valencianas, muy
 acusada en determinados períodos, señala un derrotero de éstas
 últimas distinto al de las primeras. La ortografía secesionista no
 ha hecho más que poner el dedo en la llaga, aunque de forma zafia,
 sobre el problema tan considerable que supone en todas las lenguas
 plasmar por escrito su versión hablada. Conviene no olvidar nunca
 que los alfabetos y las ortografías no forman parte de ninguna
 lengua, sino que son meros aparejos para visualizarla. Las pruebas
 las tenemos en que las lenguas indias norteamericanas, sin
 parentesco alguno con el latín, recurren al alfabeto romano para
 ser escritas, a pesar de los intentos de crear alfabetos
 específicos para ellas.

       Es interesante observar la conducta dual de búlgaros,
 ucranios y rusos a la hora de expresarse sobre el papel en
 variantes lingüísticas más o menos comprensibles entre sí,
 portadoras del mismo código familiar, pero lo suficientemente
 distanciadas como para denominarlas de una manera conveniente a su
 naturaleza como pueblo, como estado y como nación, aunque mantengan
 un vínculo alfabético común. En la Rusia post-soviética se mantiene
 la misma diferenciación dialectal existente antes de la Revolución
 y todos los dialectos utilizan las mismas reglas alfabéticas y
 ortográficas dentro de la nación. Pero más allá de las fronteras,
 en aquellos países que fueron parte en la Unión Soviética, como
 Bulgaria, Ucrania, Bielorrusia, Macedonia, Montenegro y Serbia, las
 formas dialectales tienen su propia identidad política y su propios
 aderezos ortográficos. En algunas regiones (hoy países o repúblicas
 asociadas) como Azerbaiyán o Kalmukia, el alfabeto cirílico llegó a
 sustituir al arábigo para escribir una lengua túrquica como el
 azerí o mongoliana como el kalmuko. Si Valencia es una región de
 Cataluña donde se habla un dialecto de la familia, entonces el
 argumento del catalanismo es impecable: Valencia sería para
 Cataluña lo que Daguestán o Chechenia son para la Rusia caucásica,
 no eslava. Pero si Valencia no forma parte de Cataluña, entonces es
 perfectamente asumible que el valenciano se llame así y que aspire
 algún día a adoptar, no un alfabeto propio, puesto que todas las
 lenguas romances y las occidentales en general recurren al
 neolatino, sino una ortografía que refleje con la mayor precisión
 posible la forma más generalizada de pronunciar el idioma en la
 Comunidad Valenciana. Hay que dar por descontado que, hoy por hoy,
 Valencia no es parte integrante de Cataluña y es legítimo sacudirse
 al asfixiante abrazo del gran hermano catalán. Bien entendido que
 detener la máquina de la catalanidad respecto a la lengua y otras
 muchas cuestiones no es rebatir ni odiar a los catalanes, sino
 mostrar el desacuerdo con la conducta de sus voceros, que nunca van
 a ver con buenos ojos que se ponga freno a sus aspiraciones
 expansionistas.

       Hace tiempo he expresado mi opinión de que la re-unificación
 de la lengua, suponiendo que alguna vez ha estado unida, beneficia
 esencialmente al sector editorial, que reduce sus costes en la
 misma proporción que incrementa sus beneficios. No es lo mismo
 hacer una tirada de mil ejemplares en versión catalana del Tirant
 lo Blanc y otros mil en versión valenciana que imprimir dos mil en
 versión única para su distribución por todo el mundo, incluyendo
 Valencia. Eso se ha intentado hacer con el inglés británico y
 norteamericano, sin éxito. La discrepancia ortográfica es un enorme
 obstáculo para la propagación de libros y prensa cuando la lengua
 en sí apenas muestra variación sustancial, como en el caso del
 inglés norteamericano, el canadiense y el británico. Pero la
 verdadera modernidad y nuestro régimen democrático nos permite hoy
 leer aquí libros escritos en catalán, español, francés, inglés,
 alemán o italiano sin que nadie nos lo impida. Es, sin duda, más
 barato, como ya se ha discutido en las Naciones Unidas y en la
 Unión Europea, reducir el número de lenguas oficiales y marginar a
 los vernáculos a fin de recortar los ingentes gastos de traducción,
 interpretación y difusión impresa. Pero mientras no llegue el día
 en que se adopte por todos y para todos un volapük modernizado o un
 esperanto, no queda más remedio que admitir que cada palo ha de
 aguantar su vela. Y nada hay de malo que existan modelos de
 literatura dialectal, muy abundante en algunas lenguas, como
 expresión de la verdadera lengua del pueblo, con su ortografía, su
 léxico y hasta su sintaxis exo-normativa. De hecho, en la Francia
 ultraconservadora e hipercentralista, cada vez va tomando más
 fuerza el movimiento «por una ortografía rectificada», que puede
 suponer una auténtica revolución cultural y social.

       Podrá o no aceptarse de buen grado que catalanes y
 valencianos tienen orígenes comunes, pero de ahí a asumir que su
 completa y cabal identidad les viene ab ovo es mucho suponer,
 teniendo en cuenta las seculares oleadas de inmigración,
 emigración, expatriación y reimplantación que han configurado la
 geografía social (llamémosla étnica) y la demografía de Cataluña y
 de Valencia. Del mismo modo que reconocemos el origen común del
 idioma, así esperamos que otros acepten que la variación hoy y la
 separación mañana del valenciano y el catalán son indiscutibles e
 inevitables. El conservadurismo va siempre de la mano del
 racionalismo y el estatismo, como se observa en la obra de las
 instituciones académicas; el progresismo implica avance,
 iniciativa, imaginación y cierta dosis de insurrección.

       En cualquier caso, no queremos para nosotros, y menos para
 los miembros de la Academia Valenciana de la Lengua, la función que
 Ambrose Bierce asignó a los lexicógrafos en su endemoniado
 Diccionario del Diablo, definiéndolos como «tipos que, con la
 excusa de recoger un determinado estadio de la lengua, hacen lo
 imposible para detener su crecimiento, encorsetar su flexibilidad y
 mecanizar sus métodos». Es como meter el idioma entre rejas.
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