lunes, 11 de febrero de 2013

LA EXPULSIÓN DE LOS MORISCOS, SUS RAZONES JURÍDICAS Y CONSECUENCIAS ECONOMICAS PARA LA REGION VALENCIANA (XII)




Autor: Antonio Magraner Rodrigo
Valencia 1975
ARV. Signatura 1607-2498


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Una nueva y última dilación, sin embargo, había de sufrir, todavía, la ejecución de esta medida. Consultado, con anterioridad, y sobre el particular, el Pontífice Paulo V, pareció escuchas las observaciones de los que combatían –entre ellos figuraban también ciertos eclesiásticos, mas tolerantes, de los que la figura más destacada era, como se ha dicho, el Obispo de Segorbe, quienes argüían que la mayor parte de los moriscos no pecaban contra la fe cristiana, sino por ignorancia, de la que eran responsables los mismos que tenían el deber de instruirlos en el Dogma y en la práctica de los Sacramentos-, y por Breves al Metropolitano y Obispos valencianos, expedidos en 11 de mayo de 1606, les exhortaba se reuniesen para estudiar los medios más expeditivos a la sólida catequización de los acusados. Lo mismo pidió el Papa a Felipe III. Se congregó, pues, en el Palacio Real de Valencia, en 22 de noviembre de 1608, una Junta eclesiástica compuesta por cuatro prelados (el Arzobispo de Valencia y los Obispos de Segorbe, Tortosa y Orihuela), a quienes de acuerdo con el Rey se agregaron el Inquisidor más antiguo de Valencia (don Bartolomé Sánchez), nueve teólogos y consultores, y el Virrey y Capitán General, Marqués de Caracena, actuando de secretario el cronista don Gaspar de Escolano.

Pero mientras se prolongaban las deliberaciones de esta Junta, cuyo informe enviado a Madrid, en 1609, en nada había de alterar la sustancia de lo resuelto por el Consejo de Estado, al Duque de Lerma, alarmado por nuevas noticias de conjuras y mensajes dirigidos a Constantinopla y Marruecos, no sólo ya por los moriscos de Valencia, si que también los de Aragón y Murcia y hasta los de Castilla, decidió expulsarlos, con toda urgencia y en masa, tratando de convencer al Rey. Aprovechó, en consecuencia, una nueva reunión del Consejo de Estado, celebrado el 4 de abril de 1609, para ratificarse en el anunciado parecer, que los consejeros aprobaron en todas sus partes, y al dar cuenta al Rey del nuevo e irrevocable acuerdo de expulsión, en cuya adopción tan decisivamente pesara su opinión y su voto de calidad, el débil monarca, ansioso también de resolver el problema por medio del destierro de los moriscos, acabó por ceder, diciéndole: “¡Grande resolución! Hacedlo vos, Duque”.

Así se cumplió, dice Lafuente, la profecía de un humilde fraile, el P. Vargas, que predicando en Riela, el mismo día del nacimiento de Felipe III, conminaba a los moriscos aragoneses con las siguientes palabras: “Pues que os negáis, absolutamente, a venir a Cristo, sabed que hoy ha nacido, en España, el que os habrá de arrojar del Reino.” Y en efecto, el 22 de septiembre de 1609 se promulgaba el bando real por el que se ordenaba la salida de España de los moriscos, empezando –según luego veremos- por los del Reino de Valencia.

Y el Duque de Lerma no tardó en hacer aquella resolución y ya no se pensó en otra cosa que en los preparativos para la ejecución de esta radical medida. Cortó así –como dice Vicente Escrivá- “de un tajo vigoroso el nudo gordiano de la cuestión”.

“(En Francia, el Obispo Richelieu, enemigo implacable de España, comentó con frases despectivas el consejo leal del Privado. Todavía el Pontífice no ha pronunciado contra él las terribles palabras: “¡Si hay un Dios, el Cardenal Richelieu tendrá bastante de que darle cuenta!” No las ha pronunciado, pero están temblando en el mismo dintel de la historia.)”

Capítulo V: Razones jurídicas que aconsejaron la expulsión de los moriscos.

Acabamos de asistir a la génesis del edicto de expulsión, a través de tantas y tan variadas vicisitudes que se han descrito.  Pero antes de proceder al relato de su material promulgación y ejecución,  con las importantísimas consecuencias que acarreara, debemos considerar,  siquiera sea de manera sucinta, los motivos y razones políticas que lo hicieron posible. ¿Y donde mejor que en los célebres y discutidos memoriales del Patriarca Ribera podremos hallar esa doctrina?. Avalados por su saber y experiencia y ratificados sus consejos por sentencias que admitían sin reparo algunos legistas de su época, fueron examinados ya, con su proverbial madurez, por la Sagrada Congregación de Ritos, antes de fallar, en el proceso de beatificación, acerca de las virtudes del Patriarca. San Juan de Ribera fue beatificado por el Papa Pío Vi, en 18 de septiembre de 1796. Los moriscos, denunciaba en ellos el Arzobispo de Valencia a Felipe III, “son reos del doble delito de oponerse a la religión de la patria y de traicionar al país que les sirvió de albergue”.

Nada hay de insólito ni de extraño en estas acusaciones que constituyen los motivos fundamentales por los que dicho prelado pedía la expulsión de los moriscos, puesto que nada en ello dejó de ser estudiado y aconsejado por los prohombres que rodeaban a Felipe III, y, singularmente, por la Junta de Lisboa, en 1582; por la de Valencia, en 1565 y 1566; por las de Valencia y Madrid, en 1567, y por los Consejos de Estado a últimos del siglo XVI.

Decía Ribera que los moriscos, como ya vimos al tratar del primer memorial, que “su ánimo y obstinación contra la fe católica, es uno en todos”, Es decir, que los moriscos cristianos nuevos eran herejes pertinaces y por lo tanto reos del delito “léase religionis”,  y como de la notoriedad de este delito atestiguaban su pertinaz conducta y sus sacrílegas obras, de todos conocidas,  no cabe duda que dicha notoriedad de hecho “notoriedad facti).

Ahora bien; presupuesto el delito de herejía, el Patriarca consigna en su informe el derecho del monarca a desterrarles o condenarles a la pena impuesta por el legislador (la imposición de graves tributos, confiscación de bienes, envío de galeras y hasta incluso la muerte.

No nos incumbe ahora juzgar la crueldad de la ley. Era justa además de ser legal aquella pena,  y el Rey y su gobierno podían y debían aplicarla. El propio Ribera defiende este medio como legal, en el terreno canónico y en el civil, y a ningún legista medianamente instruido ha de extrañarle la licitud de aquel medio,  teniendo en cuenta la pragmática contra los judíos de 1492.

La religión católica era, como hoy, la de la mayoría de los españoles y la unidad católica era una necesidad en la España de antaño, pero una necesidad legal, de hecho y de derecho. Por tanto era lógico que la justicia y el derecho a favor de la parte mayor y más sana del país excluyesen la tolerancia del error en la más exigua y enemiga del derecho de los demás. Así, al menos, lo reconocían los legistas y así entendían el espíritu de la ley los jurisconsultos de aquella época, y de ahí en que se tuvieran en poco todas las pérdidas materiales con tal de alcanzar el fin primordial. Respecto de este punto jurídico había criterio fijo en los gobernantes y en los vasallos.

La transigencia en el error no tenía el nombre de prudencia y de ahí la serenidad con que aconseja el Patriarca al Rey la ejecución de las leyes justas. Pero es que la justicia y el derecho promulgado no excluyen la clemencia, y Ribera, espirita hidalgo y noble, al apuntar tales medios coercitivos, aconseja la pena menor (destierro), inclinándose del lado de la misericordia y mayor suavidad mientras pudiese esperarse corrección en el delincuente.

La mayoría de autores, tanto nacionales como extranjeros, atribuyen esta expulsión al fanatismo de Felipe III y sus consejeros y de la Inquisición, sacrificando a su intolerancia religiosa la riqueza de España.  Pero el motivo religioso, con ser tan importante, no fue el fundamental, Aparte de que la iglesia y los prelados hicieran todo cuanto les fuera posible por conseguir la conversión de aquella raza. El móvil de la expulsión –y con ello están ya de acuerdo escritores antiguos y modernos- fue altamente político. Los moriscos eran traidores a su Rey y reos del crimen de “lease patriae”.

Los moriscos alpujarreños, después de la rebelión armada contra Felipe II, eran reos convictos de lesa patria, pues para ellos habían recabado la protección de los corsarios turcos y berberiscos que infestaban el litoral con sus piraterías, con objeto de asegurar el éxito de la insurrección, invitándoles a que invadieran España y ofreciéndoles, a tal fin, su ayuda. Pero es que aun había más, y en su odio ciego mortal hacia sus gobernantes cristianos habíase concentrado aquella raza heterogénea e irreductible, elemento siempre hostil dentro de la comunidad española, con los franceses del Rosellón y del Bearne y hasta con los protestantes ingleses, cuando unos y otros hacían la guerra a Felipe II. Y el mismo Patriarca Ribera lo confirmaba al decir que,  el temor era “no solo respecto a los moros y  turcos, sino también del francés y del inglés y de cualquier otro enemigo de la Religión Católica y de la Corona de España.

Algún escritor contemporáneo atribuye y no sin fundamento, el motivo de estas conspiraciones moriscas en las Cortes de Francia e Inglaterra a la intervención de Antonio Pérez. En efecto, este hombre funesto y traidor a su patria que como secretario de Felipe II tuvo el triste don de engañar por muchos años la confianza de su soberano, huido de España al amparo de los amortizados aragoneses pudo atravesar la frontera francesa y presentarse en el Bearne, donde la princesa Catalina le dispensó muy buena acogida, lo mismo que, después en París, su hermano Enrique IV, ansioso de eclipsar la gloria de los Austrias.

Allí descubrió al monarca francés los puntos flacos y los secretos del estado español, siendo no pequeña parte de nuestras posteriores desdichas. De París marchó Pérez a L0ndres, y en 1593 se presentó, igualmente a la Reina Isabel, enemiga irreconciliable del monarca español, exponiéndole análogos secretos y proyectos.

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