jueves, 20 de diciembre de 2012

LOS GODOS EN ESPAÑA



E. A. THOMPSON
Extraido de Internet

A veces un libro que en sí no tiene especial relevancia resulta indispensable si reina sobre un tema casi en solitario. Y éste es el caso. De los godos poco se sabe y parece que aún interesa menos. No hay ningún historiador español (aparte de Alvaro D'Ors en el campo específico del Derecho) que se haya dedicado a este período de un modo preferente y desde luego carecemos de estudios completos o de amplio tratamiento fuera de las historias generales, donde es obligatorio considerarlo. Sabemos las fuentes y algunas tienen ediciones de tiempo atrás, pero a nadie se le ha ocurrido, por ejemplo, hacer lo que García y Bellido para las fuentes antiguas aprovechando colecciones de gran difusión. Por todo ello, este fragmento del pasado, en parte hispánico, se ha quedado casi solamente con la anecdótica lista de los reyes (que parece un sumario judicial por la abundancia de asesinatos) y alguna otra curiosidad más legendaria que real, siguiendo la visión posterior de los cronistas que se lamentaron de la ''pérdida de España''. Qué nos queda de los visigodos? Unas cuantas palabras, en especial nombres propios y vocabulario militar, dos o tres iglesias, algunos adornos que podrían confundirse con los anteinvasores celtas y, posiblemente, el nombre de Cataluña, donde, por cierto, fueron muy poco queridos (sobre todo en la parte transpirenaica). Sin la invasión musulmana es posible que la evolución hubiera sido similar a la de los francos, que ni eran muchos más en número ni se distinguieron tampoco por la estabilidad política, siendo además muy inferiores en cultura. Hoy viviríamos quizá en la Gocia o en una Gotalonia peninsular, aunque en nada seríamos distintos (el Islam ha dejado poquísima huella, por suerte para nuestra condición occidental).
Hay que reconocer que el autor aprovecha al máximo los materiales de que dispone y establece todas las conexiones posibles con los reinos vecinos, con Roma y con Constantinopla, para no caer en una visión cerrada del tema. Y ello es además prioritario, pues hablar de visigodos no es hablar de España salvo en un período de ochenta años; los visigodos apenas si actuaron en la Península antes de Vouillé (507), con lo que los reyes, hasta Alarico II, son más bien reyes franceses, o, más propiamente, según una geopolítica posterior, ''occitanos''. Luego, la existencia del reino suevo y el enclave bizantino les hace compartir la Península con otras unidades políticas, y, en fin, nunca pusieron pie en las Baleares.
Aunque no hace una valoración numérica del contingente godo asentado tras la derrota de 507, a través de toda la obra se insiste en la poca densidad de esta población alógena respecto a la masa hispano-romana, incluso en aquellos lugares donde, como antes los celtas, mostraron predilección por vivir (centro, valle del Ebro). A su escaso número unen su inferioridad cultural ante los nuevos convecinos, y eso que desde hacía cuatro o cinco generaciones habían estado en contacto, desde su lejana estancia danubiana, con el mundo grecorromano. Si se mantiene, al menos sobre el papel, la rigurosa separación de pueblos, puede que, al principio, se trate más de una continuación de las condiciones impuestas por Roma (que les trataba, con todos los respetos, como mercenarios) que de una voluntad segregacionista propia. El mismo Thompson define la relación godos-hispanos en términos de ''separados pero iguales'', sin atisbos racistas.
Los aspectos religiosos resultan los más trabajados y más ricos en conclusiones: mientras se mantuvo el arrianismo (catolicismo para los godos) hubo paz y respeto a todos los cultos. Los arrianos no manifestaban deseo de proselitismo y admitían posibilidades de acuerdo teológico, al menos parcialmente con los seguidores de la Iglesia llamada por ellos romana (como pretendió Leovigildo). Hubo conversiones, pero al parecer, no forzadas; la obligación de rebautizarse para quienes dejaran la obediencia a Roma tiene más de disuasorio que de estimulante. Ahora bien, tras la conversión de Recaredo, la unidad católica no tuvo como resultado una fusión de ambos pueblos, pero permitió un mayor ejercicio del poder político por la minoría dirigente hispanorromana (hay mayoría de obispos de esta extracción en los Concilios toledanos a partir del III). Lo que sí destaca, sobre todo desde Sisebuto, es la persecución contra los judíos, con leyes que no tienen nada que envidiar a las del III Reich; para Thompson la responsabilidad de esta política es en exclusiva de los reyes y los magnates godos; los obispos se limitan a acatarla, y el pueblo a no hacer caso; como siglos después sucedió con los gitanos, la abundancia de leyes represivas son la más palpable demostración de que no se cumplían. De todos modos, a finales del siglo VII parece que se hicieron mucho más agobiantes las medidas antijudaicas, lo que permite al autor hacerse eco de algo que, sin pruebas, se suele decir desde la Edad Media: que los judíos fueron una quinta columna de los musulmanes, especialmente para que éstos pudieran hacerse con facilidad con determinadas grandes ciudades. Y queda en el aire la pregunta de por qué esa política antijudía, que ni el pueblo ni el clero exigían (este último de ese modo tan brutal). Esperamos que no fueran los genes arios...
El sistema jurídico ha sido desde siempre la parte mejor conocida, pues se presenta con características parejas a otros lugares donde se produjo la yuxtaposición de elementos romanos, con su legislación propia, y elementos germánicos, de derecho consuetudinario. Aun así, han surgido polémicas sobre la frontera entre ambas series de normas y también sobre su carácter territorial o personal. Hoy se vuelve a criterios tradicionales, es decir, a la vinculación personal por el origen étnico. Está claro, sin embargo, que los reyes, desde Eurico, quieren asumir el protagonismo en la legislación germánica y liquidar poco a poco la espontánea aplicación de procedimientos tribales, y para ello se inspiran sin duda en el derecho romano; también se preocupan de poner al día las leyes de sus súbditos hispanos y en consecuencia incorporan novedades llegadas de territorio imperial. Con Chisdasvinto, y sobre todo con su hijo Recesvinto se termina esta dualidad y se llega a una unificación legal con la prelación del derecho godo. Asimismo aquí parece que resulta necesario preguntarse por qué. Thompson, en este caso, aventura la respuesta: sería una reacción compensatoria a la unidad religiosa, que había dejado a los godos en una posición de inferioridad; la reafirmación en varios Concilios de la exclusividad que se otorgaba a los godos para acceder al trono estaría en la misma línea, y se justificaría además con rebeliones concretas en sentido contrario (la última sería, con salvedades, la del duque Paulo contra Wamba).
A nivel de realidades sociales se saca la conclusión de que, a finales del siglo VI, no es fácil distinguir a un hispanorromano de un godo ni en la forma de vestir ni en la forma de hablar; en ambos casos, el triunfo de los sometidos es total; sólo los privilegios mantienen la jerarquía, y no para todos los godos. Grandes seguían siendo tales privilegios (políticos y económicos en especial) en el momento final si entendemos que la mayoría de la clase dirigente cristiana tras la invasión árabe se pavoneaba de su origen godo, y ello quedó como signo de nobleza en la primera élite de los reinos medievales (quiero agregar que esta apostilla no está explicitada en el libro de que hablamos, pero es una afirmación en sintonía con su hipótesis).
Lo que resulta más sorprendente para el lector, aún el iniciado, es la pervivencia jurídica y real de la esclavitud. El autor aquí no hace ningún paralelismo con el resto del mundo cristiano, pero parece excesivo este fenómeno, que en el resto de Europa había derivado en la servidumbre protofeudal. La llegada posterior de los musulmanes haría que la Península Ibérica conociera el esclavismo durante mucho más tiempo que los demás territorios occidentales. Se producían situaciones en principio aberrantes, como que los judíos tuviesen esclavos cristianos o que la misma Iglesia se sirviese de ellos; esto significa que el impacto del cristianismo en este sentido tiene menos fuerza de lo que comúnmente se ha creído para acabar con la sociedad esclavista, mérito principal que se le atribuye. Y también aquí se puede proceder a hipotéticas causas: Era Hispania aún un territorio que conservaba mejor que los demás una estructura social compleja, con mayor continuidad respecto al Bajo Imperio? Había más fuentes de aprovisionamiento de esclavos? Era el cristianismo todavía epidérmico, no sólo espacialmente, sino en las conciencias? La amplitud que todavía tenía el mundo pagano, general en el campo y quizá total en la zona vasca (país de bandidos y salteadores durante varios siglos) nos obliga a no mirar con la óptica actual la realidad de aquellos tiempos.
Da la impresión, para finalizar, que esta obra es una especie de estado de la cuestión que pretende abrir a otros investigadores el camino para realizar una aproximación mayor a esta etapa histórica. No ha surgido hasta ahora, que yo sepa, sin embargo, otro libro que haga innecesario a éste, escrito hace treinta años.

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