lunes, 31 de diciembre de 2012

LA EDAD MEDIA EN LA CORONA DE ARAGÓN



Autor: Desconocido

Compromiso de Caspe

El rey don Martín fué el último de una dinastía que se había sucedido por línea de varón desde 1134 a 1410 en el reino de Aragón, y en Cataluña desde Vifredo el Velloso, a principios del siglo X: es la dinastía llamada catalana, si bien Vifredo era por su abuelo aragonés.
Muerto don Martín, halláronse los Estados de la Corona sin un rey que los mantuviera en paz y en justicia, frase de la época, por carecer de sucesor cierto, y por esta razón, según ellos, en situación aflictiva.
Afortunadamente no había en la sociedad aquella ninguna clase preponderante y el gobierno era, más que monárquico, social, y la sociedad se regía por costumbres y no por leyes: bien inmenso en aquellas circunstancias, porque directores y pueblos se hallaron libres de trabas legales y sin más obligación que la engendrada por la moral.
El gobernador de Cataluña reunió el parlamento del Principado y a su ejemplo se congregaron los de Aragón y Valencia, creándose así un poder que ahogó ambiciones y evitó luchas, poder que al paso que representaba los pueblos representaba también el buen sentido.
No era, sin embargo, fácil aunar tantas voluntades ni traer los tres reinos a una concordia que diese la fórmula de elección o determinación de quien había de ser sucesor del rey don Martín en una época de comunicaciones difíciles y en la que tantos habían de intervenir en el arreglo. Los espíritus inquietos o turbulentos, buscando satisfacer sus pasiones con ocasión de aquel estado inestable de la cosa pública, intentaron aprovecharse de él; hubo algunos hechos sangrientos, que sin el buen sentido imperante hubieran estorbado la solución pacifica que se buscaba y deseaba: el más digno de nota, por lo atroz, fué el asesinato del arzobispo de Zaragoza por don Antón de Luna cerca de la villa de Alpartir, dícese que por defender cada uno a distinto aspirante al trono.
Después de dos años de interregno, en los que menudearon incidentes y se celebraron numerosos conciliábulos y se enviaron unos a otros no menos numerosas embajadas, se convino en que se juntaran en Caspe tres aragoneses, tres catalanes y tres valencianos, y que aquel que designara la mayoría, con condición precisa de que en ésta hubiese por lo menos un voto de cada uno de los tres Estados, aquél fuese rey.
Reuniéronse en Caspe estos nueve, entre los cuales había varones de santidad y ciencia, el arzobispo de Tarragona, el obispo de Huesca, Fray Bonifacio Ferrer, Prior de la Cartuja, Francisco de Aranda, también religioso, y los más afamados jurisconsultos de los tres Estados, y en 15 de Junio de 1412 declararon por rey de Aragón al infante de Castilla don Fernando llamado el de Antequera por haber tomado esta plaza a los moros.
Lo desusado del procedimiento en materias de esta índole, siempre vidriosas y pocas veces resueltas como ahora en paz, ha hecho célebre el acontecimiento. Pasiones políticas posteriores han tratado de desacreditarlo y han acusado a los jueces de parcialidad; un estudio sereno del tiempo debe rechazar todas las imputaciones, así al suceso como a los compromisarios.
Estos fueron elegidos libremente y libremente acyuaron: no hubo presiones ni coacciones en su nombramiento ¿Quién negará que no hubo unanimidad en nombrarlos? Sería el primer caso en que una reunión de hombres conviniera en absoluto en una idea; ni puede negarse que de un parlamento a otro mediaron excitaciones y recomendaciones; pero esto ¿puede tacharse de coacción?
Libremente actuaron en Caspe los compromisarios, pues aunque Caspe era de Aragón pertenecia a la Orden del Hospital y su alcaide hizo homenaje de seguridad a los que entrasen en ella.
Los compromisarios no fueron electores, sino jueces: si en vez de tratarse de una herencia indivisible, una Corona, se hubiera tratado de una privada y divisible, habrían heredado los descendientes del último poseedor, unos in capite y otros in stirpe, eliminandose de este modo los descendientes de Jaime II: quedaban como herederos presuntos un nieto de Juan I, Fernando de Antequera, sobrino de don Martín, hijo de su hermana Leonor, y otra hermana de don Martín, llamada Isabel, casada con el conde de Urgel. Este era pariente más lejano del último rey que Fernando de Antequera, por ser éste sobrino carnal, y aquél hijo de un primo hermano: considerada la sucesión como negocio privado, don Jaime de Urgel carecía de derecho a suceder en el trono.
Caso distinto es el de su mujer, hermana de Juan I, Martín y Leonor, como hija de Pedro IV: ella estaba más próxima que nadie al poster rey de su familia y, sin embargo, nadie pensó en ella; pero la razón es obvia: esta infeliz señora, mucho más desgraciada que su marido por más inocente y sin culpa, era hija de Pedro IV, pero habida por éste en doña Sibila de Fortiá, cuando vivía la consorte legítima del rey; era, por lo tanto, adulterina, y este origen no lo legitimó el subsiguiente matrimonio de los padres: sobre ella siguió pesando ese estigma.
Es idéntico su caso al de don Federico de Sicilia, conde de Luna, que también se coloca en los árboles genealógicos de los aspirantes al trono como nieto directo por línea de varón del rey don Martín, pero era bastardo y adulterino y, aunque fué legitimado, la legitimación surtió efectos en cuanto a la herencia privada de su abuela, doña María de Luna, mas no de la real de su abuelo don Martín. Los compromisarios se atuvieron a las prescripciones del Derecho civil romano y, siendo una la herencia e indivisible, la adjudicaron al hijo mayor del hermano mayor del último rey sin reparar en el sexo de este ascendiente.

Política peninsular de Aragón

La nueva dinastía trajo a la vida interior de Aragón un espíritu más centralizador y aspiraciones a una realeza más rica en atributos y prerrogativas. Sus cuatro reyes se consideraron en su reino como desterrados de su patria y todo afán consistió en restituirse a ésta, en mandar en ella, si no como reyes, como directores de los reyes.
Fernando, que cuando vino a reinar en Aragón era regente de Castilla por la menor edad de su sobrino Juan II, no pudo ejercer la soberanía derivada de este cargo, porque los acontecimientos de la sucesión y la necesidad de tomar posesión de los Estados que heredaba, la rebelión del conde de Urgel y la extinción del cisma lo retuvieron acá los cinco años próximamente que ocupó el trono.
Hubo de ser un rey trashumante por consecuencia de la obligación que le imponía el ser soberano de tres Estados, de ir personalmente a cada uno a jurar sus fueros y privilegios.
La rebelión del conde de Urgel fué otra causa de detención del regente de Castilla en tierras aragonesas y de grave preocupación para él mismo.
Indudablemente se ha exagerado posteriormente el sentimiento de los catalanes por haber negado la corona de don Martín a don Jaime de Aragón, entregándosela a don Fernando de Antequera los Compromisarios de Caspe; que el fallo no satisfizo a todos debe ser tenido por verdad, pero también que las discusiones se acallaron pronto; la historia dice que nadie protestó con las armas y el conde que se alzó no fué secundado, y en cambio todos acudieron a ponerse bajo la bandera real cuando Fernando publicó el Usatge Princeps namque, o convocatoria militar de las gentes del Principado.
El conde de Urgel, hombre bueno, pero sin voluntad, se sublevó sugestionado por dos voluntades poderosísimas: la de su madre doña Margarita de Montferrato y la del noble aragonés don Antón de Luna, que desde la muerte del arzobispo de Zaragoza andaba fuera de la ley y para rehabilitarse necesitaba nada menos que el destronamiento de la dinastía entronizada por lo de Caspe y la entronización del repudiado conde; don Antón y doña Margarita fueron los verdaderos factores de la revuelta. Don Jaime se encerró en su villa de Balaguer y allí esperó a que fuera a sitiarle su rival. Sin dar ninguna batalla ni atreverse a salir de su fortaleza hubo de ponerse en manos del rey, entregándose a su misericordia.
Pasiones políticas no extinguidas aún han rodeado los destinos de este infeliz personaje de aureola de leyendas; Fernando lo hizo conducir al castillo de Castrotorafe en tierra castellana; muerto Fernando y por temor a que el rey castellano en guerra con el de Aragón intentara ponerlo en libertad y alentarlo en sus pretensiones al trono, Alfonso V lo hizo traer a sus Estados y lo encerro en el castillo de Játiba; aquí murió en 1432 a consecuencia de una enterocolitis. Mas pareciéndoles a sus partidarios del siglo XVII que la vida de un hombre nacido para rey y despojado, según ellos, injustamente de su corona no podía desarrollarse de modo tan vulgar, imaginaron un porción de hechos dentro de Balaguer durante el sitio y una escena sangrienta en la prisión de Játiba para que la muerte de aquel personaje fuese trágica.
Terminado este asunto, Fernando hubiera vuelto a Castilla, tanto por no perder la regencia como por la esperanza de que los aires patrios le devolverían la salud, pero el negocio del cisma le estorbó el viaje.
No le estorbó, sin embargo, rodear a la Corona castellana de un cerco absoluto: su hermano Enrique había dejado un hijo niño y dos hijas: Juan, María y Catalina; los tres los hizo casar Fernando con hijos suyos: Juan con María, María con Alfonso el primogénito y Catalina con Enrique, el tercero; cualquiera que fuera la suerte de la familia del Doliente, un hijo del rey de Aragón debía sucederle; la unión de Aragón y Castilla pendía de la vida de una criatura, que si era digno hijo de su padre en lo físico sería enfermizo y no había de llegar a viejo.
El hijo segundo, Juan, lo casó con la viuda de don Martín el de Sicilia, heredera del reino de Navarra.
La historia de Aragón se confunde durante medio siglo con la de Castilla, porque la de ésta se reduce a cuestiones interiores, casi siempre convertidas en luchas armadas, en las cuales toman parte Alfonso V y sus hermanos, los famosos infantes de Aragón de Jorge Manrique, rivales del favorito don Alvaro de Luna.
Caso extraño es éste de un noble de abolengo aragonés que gobierna Castilla y es defensor de la independencia castellana enfrente de un rey y de unos infantes de Aragón nacidos en Castilla y casados con infantas castellanas; y caso al parecer también extraño que la nobleza y el pueblo de este reino obedezcan al oriundo de Aragón en contra de los príncipes naturales de su misma patria. La extrañeza desaparece y el hecho se hace natural, teniendo en cuenta que nobles y pueblo en este momento no veían ni a don Alvaro ni a los infantes, sino Castilla, en cuyos asuntos se entrometía un rey y unos príncipes de hecho extranjeros. Esta era la gran fuerza de don Alvaro; con ella venció las intromisiones de los infantes en el reino de Juan II y al rey de Aragón en la guerra que le hizo; el espíritu de independencia de Castilla fué el mayor enemigo de la casa de Antequera.

La política de unidad no la abandonó Juan II a pesar de sus fracasos y de los de su hermano Alfonso, y aprovechando los disturbios interiores de Castilla en el reinado de Enrique IV, no obstante no poderse casi prever que la corona pasara de éste a su hermana Isabel, propúsose casarla con el que ya era su primogénito y único heredero, el príncipe don Fernando, y logrando el asentimiento de la infanta se hizo el matrimonio, que al unir las dos personas unió los dos reinos.

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