sábado, 22 de septiembre de 2012

LA EXPULSION DE LOS MORISCOS, SUS RAZONES JURIDICAS Y CONSECUENCIAS ECONOMICAS PARA LA REGION VALENCIANA (VII)




Autor: Antonio Magraner Rodrigo
Valencia 1975
ARV. Signatura 1607-2498


Y así llegamos, sin más hechos de interés histórico, al reinado de Felipe II (1556-1598), tras de haber abdicado en él su achacoso padre el gobierno de los Países Bajos primero y la Corona de España poco después.

Parecía, al principio, conociendo las condiciones del nuevo monarca y su profundo catolicismo del que se constituyó, toda una vida, en su más denodado defensor, que el problema morisco iba a tocar a su fin, y sin embargo no fue así. Todo su reinado transcurrió en discusiones, reconociendo la necesidad de la expulsión para reservarla a su sucesor.

Un edicto de gracias más empezó dictando el 10 de abril de 1558, para los moriscos de Segovia, Avila, Palencia, Valladolid, Medina del Campo, Arévalo y Piedrahita, que, durante el plazo señalado confesasen sus culpas. Pero en la práctica siempre se tropezaba con el mismo obstáculo: los intereses y resistencia de los nobles.

Siguió la misma política de tolerancia oficial, y los sucesores de Santo Tomás de Villanueva, en el Arzobispado de Valencia (don Francisco de Navarra, don Martín de Ayala y don Fernando Loaces) continuaron esforzándose en vano – enviando predicadores a los pueblos de nuevos cristianos- por lograr su conversión verdadera. Estos seguían tan moros como siempre,  en secreto, aunque en apariencia practicaban el culto católico. Pero a pesar de ello, según decía en canónigo granadino Pedraza, “tenían buenas obras morales, mucha verdad en tratos y contratos y gran caridad por sus pobres” y eran “todos trabajadores y poco ociosos”.

No tomó en cuenta el Rey este testimonio favorable y atendiendo sólo a las acusaciones, mas o menos injustas, que contra los moriscos se formulaban, dictó, desde 1560 a 1566, una serie de resoluciones y pragmáticas que los reducían a una situación precaria y ruinosa. Veámoslo. En las Cortes de Toledo de 1560, Felipe II empezó por acceder a la petición de los procuradores que solicitaron prohibiera a los moriscos tener esclavos negros de Guinea, porque éstos les enseñaban las doctrinas de Mahoma y los convertían a sus costumbres.

Poco después se declaró vigente una Real Cédula de 1533, por la que se les prohibía llevar armas sin autorización, ordenando la entrega de las mismas en el plazo de 50 días, bajo la pena de seis años de galeras. Esta prohibición se hizo extensiva a los moros valencianos, a quienes se desarmó en 8 de febrero de 1563, recogiéndose mas de 25.000 armas. Esto, unido a un edicto de 1 de enero de 1526, que prohibía, como vimos ya, el uso de la lengua árabe y las costumbres mahometanas, produjo una gran agitación entre los moriscos granadinos. “Heridos en todo cuanto el hombre tiene de más caro –dice Boix- y condenados a la más degradante humillación, veían hollar, a un tiempo, los recuerdos de su patria y de su culto, su lengua, sus nombres, sus vestidos, sus usos y toda independencia, aún la del hogar doméstico. Esto era exigir demasiado”. Se lanzaron, pues,  los moros al campo de las Alpujarras, y el 16 de abril de 1568 sonaba el toque de rebato de la Alambra, siendo, a fines de dicho año, 182 los lugares sublevados, tomando por caudillo a don Fernando de Valor, caballero veinticuatro de Granada, quien cambió el nombre por el de Aben-Humeya. La insurrección fue vencida por don Juan de Austria, cuando no contaba más de veintidos años de edad, pero los moriscos ni se convirtieron ni se arrepintieron.

Entonces Felipe II, por real cédula, ordenó que todos los moriscos del reino de Granada “viniesen tierra adentro para que los que allí restasen acabaran de reducirse o perderse”. Desparramos por toda España, siguieron siendo, durante todo el reinado, causa permanente de disturbios e inquietudes.

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