miércoles, 8 de febrero de 2012

LA EXPULSIÓN DE LOS JUDÍOS (IV)



JUDÍOS ESPAÑOLES EN LA EDAD MEDIA
LUIS SUÁREZ FERNÁNDEZ
EDICIONES RIALPMADRID 1980
CAPÍTULO X

Preparación del Decreto
     No cabe duda de que la idea del destierro estaba en la mente de los consejeros de Fernando e Isabel, por lo menos, desde 1483, aunque las dimensiones del mismo no se hubiesen decidido todavía. Puede existir cierta relación entre la guerra de Granada y la conservación de los judíos, cuyas aportaciones económicas para ella fueron considerables. Pero también puede tratarse de una duda -si bastaría la expulsión parcial de ciertos lugares- que los soberanos lógicamente debieron plantearse ante la destrucción de una de sus fuentes de ingresos. Las cuentas fiscales que se han conservado permiten todavía una afirmación: el número de judíos habitantes en Castilla  disminuyó lenta y progresivamente entre 1483 y 1492. Como no se detectan importantes movimientos de conversión hemos de admitir que la emigración fue más intensa en estos años. Se comprueba esta idea en algunas ciudades, en donde el municipio dictó ciertas ordenanzas impidiendo la marcha u obligando a los que permanecían a asumir la responsabilidad económica de los ausentes.
     Kriegel acepta decididamente la existencia de dos sectores en la Corte que se disputaban la influencia cerca de los Reyes y que se combatieron hasta 1492: el primero defendía la conservación de los judíos -tomando, desde luego, las medidas necesarias para eliminar los peligros religiosos- y el segundo, protagonizado por la Inquisición, que se negaba a admitir ningún tipo de solución que no incluyese la prohibición del judaísmo. Esto parece muy cierto. Pero la solución última, que será la que acabe imponiéndose, reclamaba en los Reyes Católicos, tan cuidadosos de su propia imagen, algunas condiciones previas: a) la declaración de delitos, como la usura y la herejía, que no pudiesen ser castigados de otra manera y que justificasen, con su maldad, la decisión; b) la concesión de un plazo durante el cual pudiesen rectificar dicha maldad, convirtiéndose; y c) la libre disposición, en todo momento, de sus bienes. Estas tres condiciones se encuentran contempladas en el famoso Decreto.
     Curiosamente el aspecto más injusto de toda esta cuestión, el atentado a la esencia misma del pueblo de Israel, su fe religiosa, no se tuvo en cuenta. Desde una óptica de máximo religioso -summum ius, summa iniuria- la fe mosaica era el verdadero mal que había que estirpar, invitando in extremis a los judíos a salvarse a sí mismos mediante el reconocimiento de la verdad.
     En cambio, en la documentación que rodea al Decreto y muchos menos en el texto de éste, no existe ninguna referencia  al proceso del llamado Santo Niño de La Guardia (Toledo), a pesar de que era muy reciente (17 de diciembre de 1490-16 de noviembre de 1491) y de que, con las declaraciones arrancadas por persuasión o por tortura, proporcionaba el material idóneo para la difamación de los judíos4.En esta ocasión los investigadores no se encuentran tan sólo con noticias acerca de dos crímenes rituales, profanación de la Hostia y asesinato ritual de un niño, sino con pliegos de papel en que se contienen declaraciones de los acusados, la más importante de todas la del judío Joseph Franco, vecino de Tembleque. Conviene advertir que hubo la intención de unir en el delito a judíos y conversos, cargando la mano en desfavor de éstos, que aparecen como principales culpables. No me parece relevante hacer aquí el relato detallado del proceso, que Fita ya estudió hace muchos años. Sí, en cambio, extraer unos pocos rasgos significativos.
     El proceso comenzó en junio de 1490 cuando fue preso en Astorga Benito García, converso de La Guardia, de quien se dijo que llevaba en su equipaje una Forma ya consagrada. Puede suponerse, por sus propias declaraciones, que tenía intención de retornar al judaísmo. Pasaron varios meses antes de que apareciesen otros cargos que implicaban a dos judíos, el zapatero Joseph Franco y su amigo Mosés Benami, y a otros seis conversos. Se trataba ahora de los dos crímenes rituales: robo o compra de una Forma y asesinato de un niño, cuyo nombre no se mencionó jamás, para someter a su corazón a ritos mágicos. Hay otros dos detalles significativos. En un determinado momento del proceso, cuando vieron que la situación se estaba haciendo grave, los dos acusados judíos solicitaron que interviniese su rabino mayor, Abraham Seneor, pero esto no se produjo e ignoramos las causas. Por su parte el inquisidor general, Torquemada, que estuvo minuciosamente informado del proceso, se negó a intervenir en él alegando sus múltiples ocupaciones. Seguramente lo que importaba a los promotores del proceso era llegar a un acto público de ejecución, como el que tuvo lugar en Avila el 16 de noviembre de 1491. Joseph Franco, principal testigo y hombre bastante simple si juzgamos por sus respuestas, no conoció la sentencia hasta muy poco antes de ser quemado.
     Para una sociedad tan penetrada de fantásticos temores, tan inclinada a creer en la magia, el final del proceso parecía poner un sello tangible a los dos crímenes que con tanta insistencia se atribuyeran a los judíos. Mucha debió de ser la importancia otorgada por la Inquisición a este proceso cuando se arriesgó a incurrir en el grave defecto de apoyar la acusación en el testimonio de un judío asustado y torturado, contra cristianos. No poseemos, sin embargo, ningún dato que permita asegurar que haya influido en la determinación de los Reyes. 

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